lunes, 10 de noviembre de 2008

Inventio Vitalis

Un hombre camina y recorre los pasillos de un lugar que le es conocido.
Desde las puertas se asoman sonidos maravillosos. El hombre escucha, introspecciona. La número 3 susurra un oboe, mientras la 8 dialoga con la 9 con un discurso de fascinantes escalas cromáticas. El pasillo es un auténtico receptáculo de contrapunto rumorístico. Tras cruzar un jardín interior, llega a la puerta 11. Está abierta. Entra y ve a sus hermanos. El padre en el dominio del escritorio, desde donde ve el altar.

Comienza la alabanza el mayor de ellos. El papel habla, empieza el relato. Su vivaz entrega, su canto sensible, tímido, es interrumpido por la voz grave del padre. “Esa es una transición. La música no puede ser plana, siempre debe tener matices, incluso mínimos. Allí, la voz más aguda debe sonar como una soprano, como si la articulara una mujer en la mayor de sus inspiraciones. Desde el principio”.
Suena la impaciencia de 88 voces indiferentes, aguardando. Relata de nuevo la historia, tropieza. El padre toma protesta del adoratorio. Variatio 14.

El hombre escucha, introspecciona, se conmueve, llora, ve a sus hermanos. ¿Qué hay dentro de ese hombre, ese primate superior que apenas es consciente de su cuerpo, que lo hace sentir que algo nuevo se enciende dentro de él cada vez que un montón de sonidos que como humo llegan a su cabeza reaccionan en coherencia en su psique? ¿Y el padre? ¿Cómo las horas que lleva en la frente pueden cambiar la expresión de sus ojos, ponerlo a replantear, analizar, descubrir, idealizar, o darle una ojeada, tan sólo eso, a la sublime adoración de algo que nadie en ese salón entendía?¿Acaso eran todos unos necios? Después de todo, lo único que aprenden del ambiente amniótico que se crea en el 11 es la grandeza de que carecen todos, los humanos. Es un lenguaje divino que no habla de filosofía, o de aventuras de reyes y héroes, sino de mucho más. Es algo más abstracto. Dentro de los confines de la espalda de la puerta 11, todos los oyentes anhelan guardar en sus almas algo de la ambrosía melódica, pero que quien ha regalado el tesoro a Adán nunca lo ha permitido, como única condición del pacto.
Nunca ese hombre se aventuró en el inseguro mundo de las corcheas y los calderones como lo compartió esa tarde con la familia tras la puerta 11.

El estruendo que venía del mando bicolor de madera cubrió el trivial encanto del pasillo. Cada compás era testigo de la grandeza y de la invaluable fugacidad de esa deliciosa elocuencia que misteriosamente guadraba en su pecho una hoja de papel manchada. Conforme el padre continuaba, los débiles espíritus ante él se conmovían, se rendían in crescendo a un pantocrato poder absolutor de sus omisiones, pero sobre todo, de sus acciones. Pero el padre se detuvo. “Para que se queden sordos, pendejos”.

29-10

CRÓNICA DE UN CAMBIO DE TEMPO.

I. De cómo el director dio la espalda a sus músicos.
Y
entonces el director volteó hacia el público sordo mientras agitaba su batuta. Empezó un desconcierto entre los músicos. El Director, mientras sacudía las manos, dijo a los instrumentistas:

–El papel habla, pero sigan a El Metrónomo.
Lancen todos sus voces al aire.
Nadie desatine. ¡Fatal el error!
Fusionen sus almas, rompan en silencio,
pues así lo ha pedido la horda de imbéciles.
El papel habla, pero sigan a El Metrónomo. –
Y como indicando un fortissimo ordenó que se trajera a El Metrónomo.

II. De cómo El Metrónomo fue traído por las águilas.

El inmenso y dantesco Metrónomo fue traído por cincuenta águilas que el público había echado a volar, sin despegar la mirada del Director. La máquina estaba hecha con sufrimiento y renegación de generaciones pasadas, talvez en demasía. Las águilas lo situaron frente a los músicos, de modo que quedase imponente y omnipresente ante todos ellos, pues quedaba todo por cambiar aún.

III. De cómo fue impuesto El Metrónomo a los músicos.

Los músicos, sin sospechas de lo que estaba por ocurrir, afinaron al tono de un solitario diapasón que se hallaba perdido entre los metales, y oprimido por las maderas.
Empezaron la interpretación. Sólo entonces, iniciando con los acentos de cuerdas y timbales se formó una atmósfera sublime, tan profundamente pura, que las frases y los tiempos se fundían en el éter produciendo el perfecto espiral áureo. Los intensos y gráciles cambios en el cánon del Scherzo cada vez les daban más sentido a la existencia de los músicos, y de sus oyentes. El brillante Sordo era homenajeado en sí mismo. Se traspasaba el límite de lo escrito, de lo orgánico, de lo humano. Euterpe encarnó y se manifestó entre ellos, y en el Helicón los dioses se recreaban, pues en ese momento, todo alcanzaba la perfección. En ese tiempo, en el Salón de las Grandes Obras, se exhalaba una catarsis neumática, se respiraba un ambiente purificador, no existía el pecado; no obstante los asnos intervinieron con gritos y alaridos, sacrificando el entendimiento, demandando cambiar el tempo.


IV. De cómo el Metrónomo empezó su marcha.

– ¡El Metrónomo, sigan a El Metrónomo!, ¡Que del dorado equilibrio no se sepa nada!– suplicaban los imbéciles. El Metrónomo inició su marcha. Sonó y retumbó por siglos en las mentes de todo mortal que se encontrara en el Salón de las Grandes Obras. El gigantesco péndulo rompió con todo lo establecido hasta ese momento, y marcaría definitiva y eternamente un nuevo tempo.

V. De cómo el caos se hizo presente en la sala.

Jamás se vio en el Salón de las Grandes Obras un caos como el de aquel momento. El cada vez mayor Metrónomo regía sobre todos. La cadencia legendaria y el mítico y sagrado contrapunto se habían marchado amenazando con no volver mientras los asnos sostuvieran su insatisfecha y macabra algarabía.

VI. De cómo un diapasonista alzó la voz.

En ese momento, en el Salón de las Grandes Obras, la única acción que parecía trascendente dentro de todo ese revolvimiento, de toda esa red de compases amontonados, ideas frustradas, acordes sin resolver y vislumbros de academizadas expresiones mediocres, fue la del valiente diapasonista, que, firme en su temperamento, desde tras cientos de trompetas laudantes, alzó la voz y dijo a aquellos con quienes no vivía:

– ¡Escuchen ahora, seres del arte, hijos del Magno Autor!
¡La música en serie termina con nosotros!
¡No deben disonar!
¡No deben mecanizarse!
¡No deben olvidar sus orígenes!
¡No deben ahogar a las musas!
¡No deben desistir del episteme!
¡No deben adorar su perdición!

¡Así jamás habló Zarathustra!

VII. De cómo un diapasón jamás volvería a sonar.

El noble pensamiento del diapasonista resonó en cada rincón del Salón de las Grandes Obras, pero era ya muy tarde, todos eran ahora parte del Gran Metrónomo.

Vivían de El Metrónomo.
Actuaban de El Metrónomo.
Se movían de El Metrónomo.
Cantaban de El Metrónomo.
Pensaban de El Metrónomo. Tic-tac-tac-tac.
Sentían de El Metrónomo.
Sonaban de El Metrónomo.
Existían de El Metrónomo.

Todos ya éramos cambio de tempo. Sólo podíamos trascender en nosotros, pero no importaba, desde las butacas se demandaba más. Ahora pedían el encore.

02-02